sábado, 31 de diciembre de 2011

primer diamante: primero de enero

Es la noche del 31 de diciembre del 2011 al 1 de enero del 2012. Son más de las 3 por lo que… feliz año nuevo. Han sido unos días raros. Es la primera vez en los últimos diez años que no envío felicitaciones de Navidad a mis amigos. Por esto, pido perdón.

Pero la verdad es que no ha sido un buen año. Empezó mal, y no ha terminado de la mejor manera. Llevo varios días, incluso varias semanas desconectado. Sin llamar por teléfono, sin contestar mensajes, sin redes sociales, sin preocuparme por mis amigos… enfrascado en mis propios recuerdos. Encerrado en un pasado al que se accede por una escalera de caracol. Desayunando cada mañana los restos de la cena del día anterior. Atragantándome de vez en cuando con espinas que pensé que ya me había sacado.

Esto es una disculpa por estar desaparecido de la forma más cobarde que existe, sin dar la cara. Y también un aviso: es muy posible que las próximas semanas sigua desaparecido. Como dice la canción: “tan importante es el ser y estar, que todos quieren ser, que todos quieren estar, pero si alguien me busca, diles que no estoy, si me encuentran, diles que no soy”

Ahora solo quiero cerciorarme de que el 2011 está bien enterrado, no quiero sustos, tras robarle los pocos buenos momentos. A priori, solo recuerdo dos: un viaje a Miranda de Ebro y una noticia que se publicó en Halloween.

Recuerdo que una vez leí que los seres humanos reímos una media de 15 veces al día. Alguien en este año ha debido de partirse el culo a mi costa.

Y por último parafraseo a Gala, que a su vez, parafraseó a no sé qué califa en su testamento: <<“Y fui feliz catorce días.” Pero arrepentido de la última exageración, agregó: “no seguidos”>>.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

segundo diamante: visita al Cementerio de los Libros Olvidados

A veces, en un día monótono y gris, las más simples e insignificantes casualidades pueden ser pequeñas aventuras que te llevan a lugares misteriosos donde encuentras las más preciadas reliquias.

Hoy amaneció uno de esos días. A las 9 de la mañana estaba en la biblioteca de mi facultad estudiando materiales de construcción, y las perspectivas eran las de no salir de allí hasta la noche, entre la biblioteca y las clases.

En un momento dado, me levanto a buscar un libro de hormigones (sí, existen), y paso junto a una estantería con un cartelito: “Arte contemporáneo”. En la biblioteca de una facultad de arquitectura, puedo dar fe de que libros sobre arte contemporáneo no se leen demasiados… lo cual no dice gran cosa en favor de los estudiantes de arquitectura. Bueno, o sí, no sé. Decido echar un vistazo. Sonrío al reconocer algunos términos, algunos autores, algunos libros… Y me sobresalto (todo lo que uno se puede sobresaltar en una biblioteca) al ver un libro de Simón Marchán Fiz, “Del arte objetual al arte de concepto”. Es un libro que hace muy poco he estado buscando, y que cuando lo encontré, me pareció demasiado caro.

Lo cogí para echar un vistazo. Cuando paso la pasta, en la primera hoja, me encuentro con una dedicatoria del propio Simón Marchan para aquél a quién supongo que perteneció el libro en otra época, concretamente, el 16 de junio de 1972.

No sé, quizá debería salir más, para comprender que en ningún caso se puede considerar algo así como una aventura, pero yo en ese momento me sentí como Daniel Sempere en el Cementerio de los Libros Olvidados, en la novela de Carlos Ruiz Zafón. Era una página entre cientas, de un libro entre miles, la que guardaba la firma de quién de algún modo admiro. Bueno, de algún modo. Y la encontré. O ella a mí, como “La sombra del viento” a Daniel. ¿Qué más da? El caso es que ya sé lo que voy a leer cuando termine mis exámenes (si es que eso pasa algún día).

¿No os parece emocionante? Probad a vivir algo similar tras haber hecho una práctica de dosificación de hormigones y de granulometría de sus áridos y me contáis…